martes, 15 de mayo de 2012

La crisis

El término crisis llega al español a través del latín pero su origen es griego (sin sarcasmos). El vocablo krisis, a su vez, procede del verbo krinein con idea de «separar» o «romper» para analizar, para estudiar, para decidir, para tener un mejor juicio. De ahí términos como crítica que, en puridad, se refiere al estudio y análisis para emitir un juicio; o criterio, que es un juicio adecuado.

No se debe dejar de lado la etimología a la hora de reflexionar sobre las palabras, sus significados y sus acepciones. Y, sobre todo, cuando se quiere encontrar el sentido del uso actual de un vocablo. Y a ello me vengo a referir: la crisis.

Salvo algunas interjecciones y exclamaciones, que en su cantidad de uso tienen mucho que ver con el estado de ánimo, la palabra crisis es, probablemente, el sustantivo más usado o, cuando menos, el más popular de un tiempo a esta parte.

Lo cierto es que el significado que ha adquirido el término se ha restringido notablemente y, a un tiempo, se ha hecho profundamente peyorativo o, más exactamente, negativo.

En realidad, la acepción más interesante para mí es la de «cambio». Y «cambio» sin sentido negativo, necesariamente. En mi opinión una crisis es un cambio, un cambio que tiene una serie de notas o peculiaridades.

-    Es un cambio brusco. Es súbito, rápido.
-    Es un cambio no buscado. Se produce de manera quasi espontánea, per se, sin que nadie lo haya buscado. Sus causas no están en la voluntariedad sino, más bien, en su contrario.
-    Es un cambio no querido. No solo es que no se busque: es que no se desea que suceda. Se produce, precisamente, cuando la voluntad general es la de que no aparezca.
-    Es un cambio agresivo, en el sentido de que no se “para en barras”, en el sentido de que no tiene en cuenta qué se lleva por delante ni el coste que tal cambio pueda suponer.
-    Es un cambio regenerador a marchas forzadas. Tiene un cierto sentido catártico.
-    Es un cambio natural, de manera que obvia los deseos o lo intereses artificiales (humanos): se rige por esas últimas leyes que no puede manejar el hombre a su antojo.
-    Es un cambio inevitable. No hay nada que pueda impedirlo. Sucede y solo queda someterse a él de manera inteligente y libre porque las leyes de la crisis están, como he dicho, por encima de las posibilidades del hombre.

Cada una de estas características bien merece una profunda reflexión. Pero no es el lugar para ello. Sí diré que esta crisis nuestra actual es de mayor magnitud que lo que somos capaces de apreciar y que no es, por mucho que se insista en ello, una crisis meramente económica. No importa que ese sea el calificativo con que tratamos de especificarla: la crisis es un cambio que funciona por libre y que, además, no se atiene a un solo aspecto o a un solo ámbito. La crisis, definitivamente, es un cambio en profundidad y en extensión, con todas sus características propias.

Pero, naturalmente, sí que tiene sus causas la crisis. El ejemplo sería el de la máquina de tren de la película “Los hermanos Marx van al oeste”: “Más maderaaa”. Hasta que la máquina revienta por la presión. Ese es el origen de una crisis, básicamente. Un poco de madera, es necesario. Más madera, es mejor. Muchas veces más madera, te pasaste, amigo: esto explota.

El «estado del bienestar» es una de las falacias más gordas que existen. Aunque reconozco que no sé muy bien en qué consiste porque es una de esas expresiones que utiliza todo el mundo pero que apenas tiene significado, que nos entendemos a tientas con ella, vaya, sí tengo bastante claro que es una expresión al servicio del que la usa en el peor sentido. Básicamente, todos lo entendemos como una especie de paraíso terrenal, incluidos los descreídos. Se trata de algo así como que en determinadas partes del mundo hemos llegado a un desarrollo tal que los afortunados que vivimos en ellas lo hacemos opíparamente. La expresión, por sí sola, es contundente en este sentido: un estado –una dimensión nueva, o algo así- de bien – estar: de estar, de musguear, de existir, pero estupendamente. Es decir, el neoparaíso terrenal. En tal situación, será todo mejor en tanto que todos seamos ricos, nos paguen nuestros derechos, trabajemos poco o nada y vivamos para el ocio –la contraposición de negocio, neg – otium en latín).

Un «estado del bienestar» que se precie es aquel en el que el ciudadano se dedica, básicamente, a ejercer “sus” derechos. El trabajo más productivo, por tanto, consiste en ir agrandando la bolsa de los derechos, es decir, de todo eso que a mí me da la real gana. Un estado, naturalmente, con derechos y sin deberes, como si uno y otro no estuvieran intrínsecamente unidos. Un estado que sea la chacha que no me puedo permitir, que me preste –me los de- todos los servicios que deseo y sin coste adicional. Un estado –situación- en el que pueda hacer lo que me venga en gana sin coste para mí. Y esto, caricaturesco, o sea, basado en hechos reales, es lo que hemos estado haciendo en los últimos 30 años. Cuento un caso real, aunque cambio algunas cosillas para que no me aticen.

En una ciudad del norte de España, un comercial, bastante bueno, se presenta en el despacho de su jefe. En la confianza que da una buena relación laboral, le expone lo siguiente: “Mira, Fernando, te has equivocado conmigo. Y no te lo tomes a mal. Te agradezco la subida de sueldo que me comentaste, pero eso no es lo que quiero. Yo no necesito más dinero. Vivo con mis padres, así que mi sueldo se queda todo para mí. No tengo gastos fijos, Fernando. Tengo el coche que quiero, salgo y entro cuando quiero y no doy explicaciones a nadie. Mi trabajo me gusta, Fernando, y, hablando claro, lo hago bien. Lo que yo vengo a proponerte es que cambies tu oferta económica por tiempo. No quiero más dinero, quiero más tiempo. Tú ya sabes que mi gran pasión es el surf. Y que me pego auténticas palizas, si hace falta, yendo y viniendo de Tarifa en un fin de semana. Algún día me voy a matar en la carretera. Lo que quiero, Fernando, es que no me subas el sueldo pero tener los viernes libres, así el jueves por la tarde ya puedo disponer de lo que queda hasta el lunes”. Insisto en que este es un caso real. Lo escribo porque refleja bien, a mi juicio, parte de la filosofía del «estado del bienestar».

Cuando en un país como el nuestro hemos rechazado trabajos por penosos o meramente incómodos, y ha tenido que venir gente de fuera a hacerlos; cuando en España, un respetable ciudadano pedía una hipoteca para comprarse su chalecito en Santi Petri porque se había convertido, de buenas a primeras, en un golfero o golfista o como se diga; cuando en nuestro país una pareja iba a pedir un préstamo al banco porque tenían un enorme afán aventurero –de hotel de cinco estrellas y un cometa- y querían conocer Tailandia; cuando aquí un tipo ganaba 2.300 euros limpios al mes y se gastaba 2.900 a cuenta de la visa oro; cuando aquí un muchacho empezó a “estudiar”  a los 3 años, tiene ya 29 y sigue estudiando a costa del erario público o del peculio paternal; cuando aquí, quien más quien menos, montaba una S. L. sin tener ni idea pero siendo “mu listo”, y pidiendo una línea de crédito al banco, y poniéndose un sueldo de presidente de Telefónica; cuando aquí hay cientos de miles de caballeros que son “pobres jornaleros del campo” (el señor alcalde de Marinaleda dixit), pero que calculan exactamente el número de peonadas que tienen que realizar para cobrar el PER y no hacen ni una más ni por favor; cuando aquí el señor Guerra dijo que a este país no lo iba a conocer ni la madre que lo parió (dicho y hecho); cuando aquí el candongo de los trajes no se enteraba o no se quería enterar de lo que sucedía en su partido, en sus ayuntamientos, en su Fira y en su propio gobierno; cuando aquí todo el mundo era hijo de rico teniendo padre pobre; cuando aquí se destinaba más dinero a imponer el catalán, el vasco, el gallego, el valenciano, el mallorquí o el bable que a establecer una potente industria; cuando aquí el sistema educativo hace prácticamente imposible que un chaval no saque su título de Graduado en Secundaria; cuando aquí, entre 1982 y 2005 el número de alumnos universitarios creció casi un 50% y el de universidades aumentó más de un 100%, mientras nos cargábamos la FP; cuando aquí un conocido mío fontanero le preguntaba a su mujer cuántos días tenía que trabajar ese mes en función de si se iba a comprar un visón, se iban de viaje a las Mauricio o no había nada especial para ese mes; cuando aquí todo el que se matricula es ya estudiante y, no importa si estudia o no, todos le pagamos su estancia en el instituto o en la facultad o, mejor aún, en el Erasmus; cuando aquí todos tenemos derecho a una vivienda digna pero no el deber de ganárnosla; cuando aquí todos tenemos derecho a un trabajo digno pero no el deber de trabajar duro; cuando aquí algunos tienen derecho a que les corten el mango inferior central con cargo a mis horas de trabajo pero yo no tengo derecho a que los demás me paguen los dientes que se me han caído con el paso de los años y del turrón duro; cuando aquí tenemos profesores universitarios que después de diez años contratados, y pagándolos yo con mis horas de trabajo, no han hecho una sola investigación que mejore a la sociedad; cuando aquí, la «cultura del pelotazo» se convirtió en la aspiración de todo hijo de vecino; cuando aquí los sindicatos han recibido una «deuda histórica»  de millonrd de euros que, en realidad, la he pagado yo con mis horas de trabajo; cuando aquí, después de 30 años trincando, mangando, colocando a los amigos, desviando dinero de todos para el lucro personal y el pueblo, sabio, soberano e infalible, los vuelve a elegir para que sigan otros 4 años más (algunos van a pillar al Dictador); cuando aquí, siempre que salen mal las cosas, se le echa la culpa a otro… entonces aparece la crisis, ese cambio brusco, que nadie quiere, que nadie busca, agresivo, doloroso, profundo, que funciona con otras leyes y que deja las cunetas llenas. Dios perdona siempre; el hombre, a veces; la naturaleza, nunca.

Cada uno de nosotros hemos jugado un papel. Que cada cual eche un vistazo a su parte alícuota de responsabilidad en la aparición de la dichosa crisis. Algo –mucho- tiene que cambiar, por las buenas o por las malas. Eso es una crisis.

Arga-ko urretxindorra

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