viernes, 6 de julio de 2012

Cartas sobre los malos directivos (I)


Todo parecido con la realidad es pura coincidencia. Siguiendo a C. S. Lewis -que perdone la desfachatez- creo que es un estilo apropiado el de las cartas, el epistolar, para abordar los vicios de una mala dirección, de un mal gobierno. He preferido, en vez de aconsejar positivamente a mi joven amigo Carlos, ponerme en el otro lado de la barrera: cómo se ven las hazañas directivas desde el punto de vista de quien las sufre. Quizá eso le ayude a "visualizar" los efectos de sus decisiones. En definitiva, pura ficción.


Querido Carlos:

¡Qué alegría saber de ti! Sinceramente, te confieso que no te esperaba. Me alegro profundamente de tu ascenso. Creo que en eso, han acertado nuestros jefes, bueno, tus jefes. ¡Quién mejor para ocupar el que fue mi despacho! Me alegro, Carlos, de verdad.

Para mí, es un honor poder servirte de algo. Especialmente ahora que tengo tanto tiempo para desperdiciar. No creo que sea capaz de cumplir tus expectativas, la verdad, pero de fracasos y errores sé bastante. A casi todo le podemos dar la vuelta. Así que, en vez de darte consejos, cosa de la que no me siento capaz, te daré mi visión de los errores que he cometido como jefe. No es positivo pero puede ser útil.

¡Cómo pasa la vida! ¡Cuántos nos han dejado, de una u otra manera!

Llevo tres meses de júbilo –de jubilación, quiero decir- y me parece una década. No me hallo sin trabajar. La vida pasa sin remedio, sin posibilidad de vuelta atrás. Tal como llega, desaparece. Solo queda la historia, lo que hicimos. Pero eso ya no se toca, ya no se mueve.

Los cristianos tenemos, de todos modos, una especie de pequeña máquina del tiempo, Carlos. En lo que al pasado se refiere, nos queda la petición de perdón y el arrepentimiento. Es, en cierto modo, una manera de reconstruir parte de nuestra historia personal. Pero nunca he llegado a comprender hasta dónde llega la reparación, qué alcance tiene para los demás el arrepentimiento y el perdón sobre las heridas que les hemos infligido. Nos confesamos, el sacramento de la alegría, de la reconciliación, de la paz interior… 

Algunos nos acusan de que no tiene ningún valor; de que es una especie de componenda entre Dios y yo con la que alejar los remordimientos. Claro que, quienes dicen eso no entienden nada ni creen en la existencia de Dios. Pero, en pequeñísima medida, siempre me ha sucedido que, ante determinados actos míos, pecados que cometemos a partir del cuarto, que atañen no solo a Dios sino a nuestros hermanos, la reparación, la virtud de la justicia, no ha quedado satisfecha.

Supongo que en esas situaciones, tan desgraciadamente repetidas en nuestra vida, se puede acudir a Santa Teresa: «Nada te turbe, / nada te espante, / todo se pasa, / Dios no se muda; / la paciencia / todo lo alcanza; / quien a Dios tiene / nada le falta; / solo Dios basta.»

Pero creo que quien se consuele de este modo es especialmente malvado, Carlos. Porque Santa Teresa se refiere a que no nos turbe el mundo, la vida, el demonio, la maldad… Pero no quiere decir que no nos turbemos por nuestras propias acciones, por nuestros propios pecados… En definitiva, Carlos, vengo a referirme a que sin reparación verdadera no hay justicia verdadera; y sin ella, no puede haber paz ni verdadero perdón. Creo que parte del Juicio personal tiene que ver precisamente con esto: cuántas veces te has conformado con pasar por el confesonario y te has ido “en paz” sin tener que estarlo.

Bueno, disculpa estas reflexiones, que son torpe fruto del exceso de tiempo libre. ¿Sabes? Con el paso del tiempo, va despareciendo lo accidental y uno ve con más claridad. Las pasiones, la aparición en catarata de los sentimientos primeros, dan paso a las situaciones más estables, más arraigadas, más profundas. Desde que me prejubilaron, por lo que a mí se refiere, Carlos, todo aquello va dando paso, como cuando se levanta la niebla, a una realidad interior digamos… dolorosa. Se despeja la rabia, se evapora la ira, desaparecen los impulsos… y me doy cuenta de que debajo de todo ello hay una profunda humillación y una tremenda amargura. Como seguro que entiendes, ninguna de ellas soporta la alegría ni la paz interior. Por el contrario, se afanan en minar mis pensamientos, mi sueño y mi vida, en general.

No hay ofuscación en mis reflexiones; posiblemente equivocadas, pero son claras. No hay apenas sentimientos poderosos que impidan el pensamiento fluido. No. Tampoco tengo paz, como te he dicho, pero sí una terrible calma. Calma que me permite discurrir pero que no mitiga un ápice ni la humillación ni la amargura. ¡Cuántas veces resulta mejor sentir mucho que sentir poco! ¡Cuántas veces es mejor no estar lúcido! ¡Qué agónico es, a veces, ser consciente!

Tengo muchas certezas en lo que a mi nueva situación se refiere. Pero ni las busco ni las quiero. No quiero certezas, quiero la verdad. Pero esta no la tendré nunca… aquí. Las certezas, Carlos, dependen de uno mismo, acertadas o equivocadas. Pero la verdad, no. Y para acercarte un poco a ella, necesitas de otros. Si ellos se niegan a ayudarte, no te queda ninguna posibilidad.

¿Sabes? Nadie es insustituible, salvo para Dios y en el corazón de las personas que realmente nos aman, que suelen ser muchas menos de las que nos pensamos. Y, diciendo esto, siempre se nos olvida alguien: también somos insustituibles para nosotros mismos. Y esto, que es tan evidente que no nos acordamos, resulta ser una de las claves de la vida. Dios nos salva a cada uno puesto que somos únicos para Él; pero nunca lo hace sin el «permiso» de cada uno. Dios, para nuestra salvación, cuenta con cada uno de nosotros. Por eso, también somos insustituibles para nosotros mismos. Y esto es algo que me llama la atención profundamente. Me lleva a preguntarme si, en mis cincuenta y ocho años, he hecho cosas que han provocado que otros se sientan prescindibles en algún momento de su vida. Y repaso de vez en cuando mi lista y encuentro que sí, que lo he hecho. Me cuesta aceptar que no puedo justificarlo.

Una parte de mi humillación es debilidad mía, soberbia, orgullo mal nacido. Esa es la parte esperanzadora, porque es justa: la humildad que no puse en práctica merece de la humillación como consecuencia necesaria. Cuando sea más humilde, Dios lo quiera, desaparecerá. Y no pierdo la confianza.

Otra parte de mi humillación tiene que ver con el hacer de terceras personas. Y atiende a esto, Carlos, que te puede dar luces. En este último año y medio he sido testigo -y sufridor- de las pequeñas miserias humanas; pequeñas y poderosas en su daño. Esas miserias son fundamentalmente silencios, mentiras, verdades a medias, cobardías, pequeñas traiciones, premeditaciones, engaños, suposiciones, pereza, irresponsabilidades… Como ves, nada espectacular, querido Carlos… pero devastador en fin.

¡Oh, Carlos! De nuevo he pasado a hablarte de mí. Perdóname. No lo voy a hacer más. En realidad, me he aprovechado de tu carta para poder descargarme en alguien. Pero ya se acabó. ¡Fin de la historia!

Si te parece bien, mi joven amigo, te seguiré escribiendo cartas sobre los daños de una mala dirección. Espero que, en tu nueva y brillante situación, puedan servirte para sacar adelante lo mejor posible tu tarea. Pero ya sabes que esto es gratis, amigo mío. Son solo visiones de viejo con demasiado tiempo libre. Así que puedes mandar lo que no te sea útil a la papelera de reciclaje. Es el mejor sitio para ellas.

Sé bueno cuando puedas, Carlos.

Un abrazo,



Argako urretxindorra



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